martes, 20 de mayo de 2008

XLIV

Conocí a un sujeto que siempre andaba con una corona, y ataviado con exótica vestimenta. Lo llamaban el príncipe.

El príncipe nunca hablaba. Las pocas personas que eran de su agrado recibían su regalo: una mirada infinita, plena de saber, de mundo.

Me presenté un día ante él, tratando de ser lo más amable, y parece que no le interesé gran cosa.
Nuestro segundo encuentro fue en una plaza. Me detuve frente a una iglesia de madera que tenía alrededor una gran cantidad de flores. Qué decepción tuve al ver que todas las flores eran blancas. No es que no me guste el blanco, simplemente la monotonía me irrita. Luego quise ver la iglesia por dentro, pero estaba cerrada. Iba a irme. Entonces llegó él. No lo saludé, pues me había parecido un descortés el otro día. Detallé su vestimenta. Me pareció un ridículo, un enajenado, ¡pero su corona era tan hermosa!. Me sentí turbado cuando el sujeto me dijo: <<¡Qué jardín más hermoso, no había visto tantos colores nunca!>>. <>, contesté casi sin interés, pensando que el príncipe estaba loco de remate; si el jardín no me había gustado era porque tenía sólo flores blancas. Entonces me sonrió, y agregó: <<¡Y eso que sólo has visto flores blancas!>>, y se marchó.

Desde ese día me propuse estudiar al hombre. ¿Qué tipo de enfermedad mental tenía? ¿O era un iluminado? Con cualquier pretexto lo seguía donde fuera: simulaba que iba a ver un paciente, que meditaba, que esperaba a alguien. Y me entretenían todas las conversaciones que suscitara la "polémica figura del príncipe" (así decía el doctor Morado) en la gente del pueblo. Escuché tantas y tan variadas versiones que concluí que uno nunca puede conocer a alguien basándose en el testimonio de los otros.

Pasó el tiempo. Llegó el invierno y no volví a verlo. La lluvia me aburría inmensamente, así que buscaba más que nunca la compañía de los libros. Y presentía que, más que la lluvia, me entristecía su desaparición. ¿Dónde estaría? En algunos sueños lo veía cruzando el Atlántico en una embarcación improvisada. En otras bañándose en el Mediterráneo, junto a sirenas políglotas. Y una vez soñé que el príncipe caminaba en la nieve, en una montaña. Cuando alcanzaba la cumbre se sentaba, y esperaba, y la tormenta blanca lo cubría, y lo helaba. Su piel, cada vez más pálida, tomaba tonos de azul, y su corazón latía cada vez más despacio. Lo veía ahí, estaba muriéndose de frío, pero se mantenía imperturbable. No pedía ayuda, no se movía: esperaba.
Desperté y corrí a salvarlo. El lugar era inconfundible: era la misma montaña que solía mirar el hombre, cuando caía la tarde, todos los días, y en cuya falda estaba mi casa. ¿Por qué salía a esa hora, con semejante frío, a buscar al príncipe? No lo sabía. No cabía el raciocinio, el hombre se estaba congelando. A los diez minutos de caminata me encontré tosiendo, con hambre, con dolor en las rodillas. Quise devolverme. ¿Pero qué sería de él? Seguí adelante. Poco a poco me iba mareando, iba alucinando cuesta arriba. El frío era insoportable. Tenía los pies y las manos congelados. El aire me quemaba las mejillas. Nuevamente quise devolverme, pero me arrepentí nuevamente, pues tenía la certeza de que no me iba a pasar nada, que no seríamos dos los muertos, pero que si lo dejaba solo el príncipe fallecería. Casi no podía respirar. Sentí que una espada me traspasaba la garganta, que se me caían los dedos.

Sobreviví. Me encontraron en el suelo, inconsciente. Por fortuna no tardaron en hallarme.
La montaña continúa sombría, imponente, vestida de niebla.

Recuerdo que cuando estuve en la cima pude ver que la nieve no era solamente blanca. Entendí al príncipe. ¿Qué habrá sido de él? Varios leñadores me dijeron que no habían visto a nadie más, pero yo les he insistido tanto que dicen que cuando llegue la primavera, si no aparece, buscarán ahí el cuerpo. Esto fue hace dos semanas, y el príncipe no ha vuelto, ni siquiera a mis sueños.

David Alberto Campos V, Ópera Cromática, 2005

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